Para escribir un cuento en cinco minutos

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Para escribir un cuento en sólo cinco minutos es necesario que consiga -además de la tradicional pluma y del papel blanco, naturalmente- un diminuto reloj de arena, el cual le dará cumplida información tanto del paso del tiempo como de la vanidad e inutilidad de las cosas de esta vida; del concreto esfuerzo, por ende, que en ese instante está usted realizando. No se le ocurra ponerse delante de una de esas monótonas y monocolores paredes modernas, de ninguna manera; que su mirada se pierda en ese paisaje abierto que se extiende más allá de su ventana, en ese cielo donde las gaviotas y otras aves de mediano peso van dibujando la geometría de su satisfacción voladora. Es también necesario, aunque en un grado menor, que escuche música, cualquier canción de texto incomprensible para usted; una canción, por ejemplo, rusa. Una vez hecho esto, gire hacia dentro, muérdase la cola, mire con su telescopio particular hacia donde sus vísceras trabajan silenciosamente, pregúntele a su cuerpo si tiene frío, si tiene sed, frío-sed o cualquier otro tipo de angustia. En caso de que la respuesta fuera afirmativa, si, por ejemplo, siente un cosquilleo general, evite cualquier forma de preocupación, pues sería muy extraño que pudiera encaminar su trabajo ya en el primer intento. Contemple el reloj de arena, aún casi vacío en su compartimiento inferior, compruebe que todavía no ha pasado ni medio minuto. No se ponga nervioso, vaya tranquilamente hasta la cocina, a pasitos cortos, arrastrando los pies si eso es lo que le apetece. Beba un poco de agua -si viene helada no desaproveche la ocasión de mojarse el cuello- y antes de volver a sentarse ante la mesa eche una meada suave (en el retrete, se entiende, porque mearse en el pasillo no es, en principio, un atributo de lo literario).

Ahí siguen las gaviotas, ahí siguen los gorriones, y ahí sigue también -en la estantería que está a su izquierda- el grueso diccionario. Tómelo con sumo cuidado, como si tuviera electricidad, como si fuera una rubia platino. Escriba entonces -y no deje de escuchar con atención el sonido que produce la plumilla al raspar el papel- esta frase: Para escribir un cuento en sólo cinco minutos es necesario que consiga.

Ya tiene el comienzo, que no es poco, y apenas si han transcurrido dos minutos desde que se puso a trabajar. Y no sólo tiene la primera frase; tiene también, en ese grueso diccionario que sostiene con su mano izquierda, todo lo que le hace falta. Dentro de ese libro está todo, absolutamente todo; el poder de esas palabras, créame, es infinito.

Déjese llevar por el instinto, e imagine que usted, precisamente usted, es el Golem, un hombre o mujer hecho de letras, o mejor dicho, construido por signos. Que esas letras que le componen salgan al encuentro -como los cartuchos de dinamita que explotan por simpatía- de sus hermanas, esas hermanas dormilonas que descansan en el diccionario.

Ha pasado ya algún tiempo, pero una ojeada al reloj le demuestra que ni siquiera ha transcurrido aún la mitad del que tiene a su disposición.

Y de pronto, como si fuera una estrella errante, la primera hermana se despierta y viene donde usted, entra dentro de su cabeza y se tumba, humildemente, en su cerebro. Debe transcribir inmediatamente esa palabra, y transcribirla en mayúsculas, pues ha crecido durante el viaje. Es una palabra corta, ágil y veloz; es la palabra RED.

Y es esa palabra la que pone en guardia a todas las demás, y un rumor, como el que se escucharía al abrir las puertas de una clase de dibujo, se apodera de toda la habitación. Al poco rato, otra palabra surge en su mano derecha; ay, amigo, se ha convertido usted en un prestidigitador involuntario. La segunda palabra desciende de la pluma deslizándose a dos manos para luego saltar a la plumilla y hacerse con la tinta un garabato. Este garabato dice: MANOS.

Como si abriera un sobre sorpresa; tira de la punta de ese hilo (perdóneme el tuteo, al fin y al cabo somos compañeros de viaje), tira de la punta de ese hilo, decía, como si abrieras un sobre sorpresa. Saluda a ese nuevo paisaje, a esa nueva frase que viene empaquetada en un paréntesis: (Sí, me cubrí el rostro con esta tupida red el día en que se me quemaron las manos.)

Ahora mismo se han cumplido los tres minutos. Pero he aquí que no has hecho sino escribir lo anterior cuando ya te vienen muchas oraciones más, muchísimas más, como mariposas nocturnas atraídas por una lámpara de gas. Tienes que elegir, es doloroso, pero tienes que elegir. Así pues, piénsatelo bien y abre el nuevo paréntesis: (La gente sentía piedad por mí. Sentía piedad, sobre todo, porque pensaba que también mi cara había resultado quemada; y yo estaba segura de que el secreto me hacía superior a todos ellos, de que así burlaba su morbosidad.)

Todavía te quedan dos minutos. Ya no necesitas el diccionario, no te entretengas con él. Atiende sólo a tu fisión, a tu contagiosa enfermedad verbal que crece y crece sin parar. Por favor, no te demores en transcribir la tercera oración: (Saben que yo era una mujer hermosa y que doce hombres me enviaban flores cada día.)

Transcribe también la cuarta, que viene pisando los talones a la anterior, y que dice: (Uno de esos hombres se quemó la cara pensando que así ambos estaríamos en las mismas condiciones, en idéntica y dolorosa situación. Me escribió una carta diciéndome, ahora somos iguales, toma mi actitud como una prueba de amor.)

Y el último minuto comienza a vaciarse cuando tú vas ya por la penúltima frase: (Lloré amargamente durante muchas noches. Lloré por mi orgullo y por la humildad de mi amante; pensé que, en justa correspondencia, yo debía hacer lo mismo que él: quemarme la cara.)

Tienes que escribir la última nota en menos de cuarenta segundos, el tiempo se acaba: (Si dejé de hacerlo no fue por el sufrimiento físico ni por ningún otro temor, sino porque comprendí que una relación amorosa que empezara con esa fuerza habría de tener, necesariamente, una continuación mucho más prosaica. Por otro lado, no podía permitir que él conociera mi secreto, hubiera sido demasiado cruel. Por eso he ido esta noche a su casa. También él se cubría con un velo. Le he ofrecido mis pechos y nos hemos amado en silencio; era feliz cuando le clavé este cuchillo en el corazón. Y ahora sólo me queda llorar por mi mala suerte.)

Y cierra el paréntesis -dando así por terminado el cuento- en el mismo instante en que el último grano de arena cae en el reloj.

Bernardo Atxaga, Obabakoak.


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